Darío Canton | Escritor & Poeta
PUBLICACIONES | Literatura | De la misma llama - Nue-Car-Bue (1928-1960)

¿Cómo construir una vida?

A propósito de Nue-Car-Bue. De hijo a padre (1928-1960), tomo VI de De la misma llama, de Darío Canton

Diego Colomba

“No es sino una exageración/ por la que
mentimos una biografía”
(“Vida de poesía” de Osvaldo Picardo)

Aun reconociendo en ella el impulso expansivo que lo biográfico ha cobrado en nuestra cultura, manifestado de múltiples formas tanto en las industrias culturales como en el mundo académico, la aventura que representa De la misma llama no deja de resultar inusual. Un rasgo que su último volumen publicado sin dudas profundiza.

Si los trabajos y los días de un poeta son la materia testimonial de la serie autobiográfica, Nue-Car-Bue es el volumen que más lugar les da a los últimos.

En su apartado “Introducción y agradecimientos”, el autor lo identifica como parte de “un libro que cuenta la historia de quien aspiró a ser escritor”. Más precisamente, es el “tomo que se ocupa de sus comienzos”. Según el título, del período más extenso de los que organizan la serie, durante el cual un hijo -de las situaciones de clase, familiares, culturales, de las propias capacidades y limitaciones, podríamos agregar nosotros- se convierte en progenitor; también, en el que un joven transita desde las propias filiaciones intelectuales y literarias hacia la paternidad de sus obras.

El diálogo, roce, frotamiento, mutua contaminación entre textos y pretextos no sólo explicaría ahora el proceso de escritura que genera un poema o un poemario –el trabajo indagatorio que suele reconocerse como “la cocina del poeta”; “el cuento del poema” según Canton-, sino que se aplicaría, de un modo aun más osado, a toda la obra de un poeta. Se podría considerar a Nue-Car-Bue como el pretexto biográfico de la obra de Canton o, para decirlo en otros términos, su prehistoria. Algo que explica de alguna manera su retrotraerse hasta el año 1774.

 

Buscar los materiales

La imagen del que despliega “todos los poemas sobre el piso para abarcarlos con una mirada total”, evocada en un “pequeño credo poético” del autor dado a conocer en el volumen III De plomo y poesía, se proyecta sobre toda la serie autobiográfica de Canton. Aunque tal vez pueda aplicarse con más felicidad a su último volumen publicado, si se atiende a la riqueza de materiales que despliega frente a sí.

Además, algo de ese avistaje panorámico se insinúa en la introducción de dos de los lugares donde reside el narrador: Nueve de Julio y Carmelo. Comienzan con un mapa de la región, al que le sucede un plano de la localidad y luego, algunas fotos del lugar. Ya familiarizados con ese modo de disponer las imágenes, podríamos continuar con el juego de lentes y acercamientos, y recomenzar con el plano de una casa y el recibo de compra de sus muebles, advertir en la reduplicación ampliada de un fragmento de fotografía el detalle de un dedo que se oculta en un puño cerrado.

Ahora bien, ¿qué materiales ha conseguido Canton, junto con su equipo de colaboradores, para narrar una vida? En apariencia, todos los que de un modo u otro puedan dar testimonio de ella. Los ha dispuesto a través de un -a veces fascinante- trabajo de montaje, sobre todo cuando las palabras del narrador desaparecen y nos quedamos frente al mismo libro infantil o álbum de figuritas sobre los que se posaron los ojos del poeta y también algo de nuestra fascinación infantil reverbera.

La Babel textual que resulta Nue-Car-Bue se divide en nueve capítulos, más un extenso “Post scriptum”. Cada uno de esos capítulos posee un parágrafo inicial que en apariencia sólo anticipa sus contenidos, como un simple recurso paratextual, pero que también advierte, en una prosa despojada y apretada, sobre la diversidad singular de elementos que congrega y el sentido que Canton le otorga con su ordenamiento. Un texto central recorre sus páginas, acompañado de sabrosas notas al pie del mismo narrador, interrumpido con frecuencia, a veces durante varias páginas, por una gran variedad de ilustraciones, cuyos epígrafes pueden ser meramente informativos o deslizar también algún comentario, anotaciones de época del propio autor, sus cuentos y poemas (estos últimos pertenecientes a la época testimoniada o contemporáneos de la preparación del volumen), y múltiples textos ajenos (literarios, recetas de cocina, documentos comerciales, epístolas, chistes, actas, textos edificantes, artículos de revistas, entre otros) tipeados o fotografiados.

Como un biógrafo industrioso que se deja llevar por su pulsión clasificatoria y arqueológica, Canton rescata material de los ancestros, rompiendo los límites temporales y espaciales señalados desde el título.

Podría hablarse de un libro muy completo, si se leyera en la cantidad de material reunido cierta pretensión veridictiva. Y aunque el mismo Canton permita pensar algo en esa dirección, cuando sostiene que se trata de “materiales que complementan y ubican la narración, a modo de pincelada sobre el medio en el que se desenvuelve la vida de la que se habla”, muchas veces dichos materiales se vuelven innecesarios o redundantes desde ese mismo punto de vista. Parecen más bien las piezas de un coleccionista –allí están, entre otras cosas, las series de discos y las listas- que busca restituir cierta totalidad perdida.

¿Cómo logra el volumen hacer de ese exceso algo necesario y no censurable como el exabrupto de un narcisista exaltado? ¿Qué se quiere probar con esta suerte de hybris documental?

En el tomo II de la serie, Los años en el Di Tella, Canton hace una reflexión a propósito de su poemario La corrupción de la naranja en la que se podrían leer los secretos impulsos que guían el trabajo autobiográfico: “Está, acaso, la fe en alguna continuidad o la creencia, subyacente, de que documentando los cambios de algo, manteniendo la vista fija en eso y contando qué vemos, pudiéramos hacer que no dejara de ser”. Todo texto en el que late el impulso biográfico trata de aprehender esa cualidad evanescente de la vida, que no deja de dispersarse, de perderse.

Si la escritura autobiográfica restituye de algún modo la vida, lo hace paradójicamente, restaurando, junto con la voz y el nombre recuperados, la mortalidad que acarrean y que se pretende conjurar. La multiplicación exacerbada de lo vivencial documentado trae consigo, en su mismo exceso, la falta, que escamotea la completud de la presencia que se intenta restituir.

Las estrategias de auto-representación del escritor, la puesta en sentido de su historia personal, el orden del relato, buscan, bajo el explicitado influjo del psicoanálisis, exhibir los rastros de esa herida, de ese vacío que impulsa a construir incansablemente el ser que aún no se tiene, de esa falta que ningún material parece poder clausurar.

 

Ordenar los materiales

Tras evocar algunas imágenes de la infancia, Canton adhiere a la garantía de la vivencia propia: “Lo demás son cosas que me han contado y que a mi vez he hecho mías”. Pero luego, volviendo sobre el material utilizado, agrega: “O que a lo mejor, cuando era más joven (de no mucho más de veinte años), hablé con mi primer psicoanalista, las registré por escrito, las rompí y ahora me han quedado como si fueran recuerdos ajenos, que otro me contó”. Un exceso de rigor indagatorio que termina poniendo en duda la naturaleza misma del material, dispuesto desde una perspectiva que asume el fabulismo de la vida, un proceso abierto a las infinitas versiones, como el mismo autor sugiere con “las diferencias y similitudes entre los múltiples hoy y los no menos diversos ayeres, incluso no tan lejanos”.

Las vivencias que selecciona responderían al proyecto explicitado: narrar la historia del deseo de convertirse en escritor. Deseo ligado a otro, mucho más temprano, y que tiñera sus días, según sus mismas palabras, de una suerte de “sustrato” vital: la sensación de estar predestinado a trascender en algo.

Las vivencias escogidas para tal fin parecen inscribirse en dos órdenes diferentes, que podríamos llamar el formativo y el traumático. A veces unidos en un acontecimiento, otras claramente separados, el enhebrado de ambos conducirá al nacimiento de Canton como autor. Su fusión parece destacarse en una forma textual diferente a las ya citadas: se trata de escenas numeradas que aparecen iterativamente en el libro, recuperando acontecimientos que de tan vívidos se narran en tiempo presente, como si su intensidad los hiciera imborrables.

Ambas series se tensan como fuerzas que forjan al futuro poeta: “bastante precoz en términos escolares, y también en un defecto visual”, y que se siguen reconociendo con el paso del tiempo: “seguía teniéndome por inteligente, capaz, precoz, “promesa”. Al mismo tiempo, la conciencia de mis límites: era miope”.

Para el narrador, no habría escritura sin experiencia dolorosa previa, sin esos choques emocionales que dejan una impresión duradera. Tras señalar una vivencia traumática protagonizada en la vía pública por su condición de portador de anteojos, se la reconoce como la “herida que sería como la justificación de este proyecto en el que estoy, la prueba de que me acerco a su fin, de que he alcanzado a escribir lo que jamás me había atrevido a repetir”. Luego, equilibra el tono emotivo de la página con “Más allá de eso, la vida resulta placentera por la “sensación de gran regularidad y seguridad en las rutinas hogareñas”.

Ese modo de vivir y sentir la temporalidad tendrá su correlato verbal en la superficie del texto. En general, las vivencias felices o placenteras parecen describirse o enumerarse tras los dos puntos con las acciones en infinitivo o en pretérito imperfecto: “el espectro de los juegos se amplió: trepar a las higueras en el gallinero, correr a los animales”. Las traumáticas, por otra parte, se suelen narrar o representar en escenas: “Seguí por la radio el partido (…) Me quedé casi al borde del llanto (…) mi abuelo tuvo que acercarse”.

El entrecruzamiento de episodios formativos y traumáticos da como resultado “un chico “bien educado”; como dice el mismo narrador, ““exitosamente” educado”, una cláusula ambigua cuyo tenor sombrío podrá confirmarse en otro momento del volumen: “Criado más bien como niño adulto, pájaro prematuramente enjaulado, las que eran mis fortalezas se habían de revelar, en ocasiones, debilidades”. La moral familiar, las lecturas edificantes, Kant, alimentan su pretensión veinteañera de perfección. Y moldean su ética de trabajo, el origen materno de un estilo: “el placer contaba pero era el que se obtenía a través del cumplimiento del “deber”.

 

Darle forma a una vida

Identificándose imaginariamente con otros y sus vidas es el modo en que un sujeto supera su vacío constituyente, replicando sus identificaciones primarias, parentales. Ya caído el interés por “emular al multifacético Sarmiento”, Canton descubre a Miguel de Unamuno, su “padre intelectual”: “El norte para mi vida, el objetivo por el que lucharía desde entonces –aunque no estoy seguro de que en esa época lo tuviera tan claro-, serían los libros, el fruto de mi escritura, tal como lo había hecho Unamuno”. Luego llegarían para reafirmarlo un joven intelectual porteño, más tarde Murena y Girri, suerte de padres adoptivos. Hasta que finalmente encuentra, en una librería cercana a la Facultad, un número de Esprit: “Ese trabajo fue un norte que guiaría mi acción toda la vida. El que, por oposición al palabrerío y a las especulaciones sobre un tema, alguien se arremangara y metiera las manos en la masa para intentar saber algo a ciencia cierta, me parecía digno del mayor elogio y de imitación”. Canton sintetiza así sus “dos nortes”, laboriosidad y arte, método y poesía, la que sólo “puede ser tal si parte de cosas concretas, de apoyos desde los que se remonte a las sugestiones que ellos mismos y sus asociaciones evoquen. Hasta el estado más lírico, más sugestivo, debe enraizar profundamente y estar construido con los elementos más a tierra. Y para ello es necesario conocer, saber, ver, oler, tener todos los sentidos bien despiertos y sorber por ellos todo lo que se pueda para después ordenarlo y jerarquizarlo con la sensibilidad y poder decir lo que uno quiere decir, sabiéndolo y no palpitándolo”.

Cuando esté intentando deshacerse de los mandatos heredados, durante su primer tratamiento psicoanalítico, hará de su vocación poética tema de conversación con Hernán Kesselman y Mabel Arruñada. Según el narrador, ante la pregunta del primero sobre qué piensa que es un poeta, le responde “alguien que está en el aire”. Y prosigue: “Me dice que ésa es la respuesta de los “realistas” que estaban a mi lado; que la realidad, como debo saberlo bien puesto que soy un dubitativo antiguo, no choca con lo otro” (…) “Cualquier otra actividad logra sus frutos con tiempo y trabajo. En la poesía no. Es una larga paciencia y una súbita impaciencia”.

Después de muchas décadas, Canton no se desprende, pese a las advertencias de su analista, de su idea de la importancia del trabajo. La “mirada de clínico” que el mismo se reconoce desde infante insiste en el intento de “testimoniar la sobria prosperidad de los retratados”, a través de los documentos de “una querella sobre abuso de la libertad de escribir” que ocupa quince páginas, o en las notas al pie de una carta, sobre la que se aclaran aspectos lingüísticos, geográficos e históricos de la misma.

El archivo que construye el laborioso Canton no es, sin embargo, el lugar de conservación de un pasado archivable, de materiales que existirían sin él. Su desmesura archivante produce, como registra, el modo de acontecer de sus contenidos, y predice su futuro funcionamiento. Nue-Car-Bue se vuelve, en ese sentido, la historia del aprendizaje de un modo de construir una vida. Sin poder deshacerse de él, sin dejar de ser del todo “un niño modelo”, Canton lo extrema para convertirse en el artífice de su propia vida.