Para que la vida sea obra escrita
"Señales", La Capital de Rosario | 12 de octubre de 2008
Anticipo de presentación del Tomo VI
Escena 1. "... el día 21 del corriente, siendo la hora 17.20 aproximadamente, el Subinspector Daniel González Canet, secundado por el Cabo Nicolás Romero, ambos... de servicio en el estadio del club Defensores de Belgrano con motivo del encuentro de fútbol del equipo local y el de Flandria, observó una vez finalizado el partido, cómo, imprevistamente, el juez de línea que tenía el banderín amarillo y que se dirigía a los vestuarios, se dirigió a la tribuna en un movimiento de pasada que realizó, tomó el dedo pulgar y el índice de su mano izquierda y uniéndolos realizó un círculo con ellos, para posteriormente con el índice derecho introducirlo repetidamente en dicho círculo, haciendo que la gente que se encontraba en las tribunas y que vieran su accionar, se fueran contra la alambrada, provocando un gran desorden y alteración del orden público". La Nación, "Treinta días de arresto para un juez de línea" (p. 22 de la edición del miércoles 25 de julio de 1979).
Ese gesto, hecho por un muchacho de diez a doce años cuando yo tendría cinco, dirigido a una chica, es uno de los recuerdos más antiguos de cuando vivía en Nueve de Julio, localidad del oeste de la provincia de Buenos Aires en la que nací el lunes 12 de noviembre de 1928. Ante él pregunté de inmediato qué quería decir, para encontrarme con la negativa más cerrada (esto sucedía en la casa de José Altare —chofer de mi padre, médico de prestigio en el pueblo —, mientras jugaba con sus hijos y otros amigos). Como mi repetido inquirir no tuvo respuesta (¿porque era demasiado "chico" y/o "el hijo del doctor"?) me fabriqué una explicación: era la caca saliendo por la cola. Dos rasgos, puestos así de manifiesto, me caracterizarían: la curiosidad y el que necesitara encontrar — forzar, en este caso y en otros—, alguna explicación para mis interrogantes. Habría de pasar bastante tiempo hasta que aprendiera a no clausurarlos con cierres prematuros.
La que llamaré segunda infancia, entre los ocho años y poco después de cumplidos los catorce, empezó con mi instalación en Buenos Aires en marzo de 1937.
Poco después de llegar empecé el cuarto grado de la escuela primaria; el tercero lo había hecho en Carmelo el año anterior. Desde el punto de vista reglamentario estaba más adelantado de lo que se permitía, pero fui anotado en una escuela pública cerca de casa (...).
Apenas empezadas las clases, en los primeros días, uno de mis compañeros, Raúl Tegami, mayor que yo —¿uno, dos años?—, me pregunta si sé lo que quiere decir "coger". Le contesto que sí: "asir, agarrar". En ese momento me revela la verdad. Me aconseja que le pregunte a mi padre —le he de haber dicho que era médico—, qué es o hace una partera.
Sigo al pie de la letra sus instrucciones. En la mesa, a la hora del almuerzo, con todos presentes, hago la pregunta. Se hace un silencio tan pero tan embarazoso que no encuentro nada mejor, para salir del paso, que dar yo mismo la respuesta: es la esposa del portero... (escribo esto hoy, más de cincuenta años después, y me parece un invento; me cuesta creer que mi padre se haya podido quedar callado).
Creo que lo primordial es el anhelo de vida. Hay un eco narcisista en el querer vivir para que esa vida se haga obra escrita. Es, sin embargo, lo que he tenido siempre: la contradicción entre ese enfoque y las sólidas pautas burguesas de realización familiar, triunfo en la profesión, ser capaz, etc. Siempre he visto al artista no sólo como el hombre que puede tener experiencias vitales intensas y luego transmitirlas, sino como el negador de cierto "orden" familiar, casero, de la vida de todos los días. En relación con esto admiro a un hombre como Unamuno pero no me puedo pensar teniendo ocho hijos como él. De algún modo me veo más bien como alguno de los "malditos", porque es el lado por donde creo que debo buscar mi realización. ¿Por qué? Quizá como negación (y aquí mi ser "anti", mi "ir contra", que tanto se vio apoyado, ratificado, por mis lecturas adolescentes de Unamuno, al menos según mi interpretación).
Si lo primordial es el anhelo de vida, ¿qué es la vida para mí? La vida es intensidad de experiencias (es enamorarse, hablar con los amigos, leer lo que nos llega, escuchar música, hacer deporte, estar satisfecho con lo que hacemos profesionalmente). Lo fundamental, pienso, es estar enamorado, ser importante para alguien y que ese alguien lo sea para uno. Sin eso, lo demás no importa o no es más que vida a medias, grados distintos de la vida que no llegan a ser la plenitud. Puedo pensarme haciendo cualquiera de esas cosas sin estar enamorado, y entonces carecen de sentido para mí.
La vida ideal para mí sería la del que vive plena y permanentemente enamorado, o la del que se enamora y desenamora según lo que le pasa, y además trabaja, estudia. No concibo (o lo concibo pero me parece horrendo) la suerte del consagrado por entero a su tarea intelectual, de cualquier tipo que sea. Tampoco el amor a Dios; todos esos son derivados: el que cuenta es el amor a una mujer, para el hombre, y a la inversa, para la mujer. De ahí de algún modo mi temor de la vejez o el agotamiento, porque tampoco concibo la cosas sin una base física.
Acaso lo que suceda ahora es que estoy enamorado o empezando a enamorarme.
Presentación
Hace ocho años el escritor y sociólogo Darío Canton inició la publicación de De la misma llama, "la autobiografía intelectual de quien soñó, en la adolescencia, ser escritor", según un plan que contemplaba seis volúmenes. De entonces hasta ahora aparecieron cinco tomos, de los cuales el último es Nue-Car-Bue. De hijo a padre (1928-1960), que el autor presentará el jueves próximo en Ross Centro Cultural, Córdoba 1347, a la 19.30, con la participación de Diego Colomba y Osvaldo Aguirre.
Con 768 páginas, el último libro narra los primeros años de vida del autor, el comienzo de la escuela en Carmelo, Uruguay, el encuentro con una compleja historia familiar, que incluye el matrimonio de un español con una porteña en 1765 y la aparición de inmigrantes franceses en el siglo XIX e incluye documentación familiar (cartas, recibos, contratos, testamentos), así como también abundante material gráfico, con más de 500 imágenes.